Solo hay tres veces en mi vida en que he rechazado proyectos de traducción por motivos éticos, religiosos o de conciencia. El primer encargo me llegó por correo electrónico desde una iglesia evangélica estadounidense que quería extender sus redes por Europa y necesitaba traducir y subtitular unos vídeos divulgativos. Les contesté que un ateo no era la persona más adecuada para tratar de difundir la palabra de dios allende los mares y se mostraron perplejos y se despidieron deseando que Jesucristo nos bendijera a mí y a mi familia. What-e-ver. La segunda vez fue al hilo de un vídeo promocional de una universidad vinculada al Opus Dei. Mi negativa argumentada desembocó en un debate de, sin exagerar, más de 50 mensajes de whatsapp sobre si el Opus es o no una secta perniciosa. Y la última vez fue la semana pasada, cuando un cliente me pidió traducir un documento sobre un flamante satélite de fabricación israelí que «no únicamente» se iba a emplear en la defensa de sus fronteras. Escarmentado como estaba, preferí usar la mentira piadosa de «estoy en medio de un proyecto enorme y no tengo tiempo» a decirles que no pensaba contribuir con mi trabajo a la promoción de herramientas que les permitieran masacrar más y mejor a los niños palestinos. La moral es un traje que cada cual ajusta a sus medidas, y las mías son estas.